El trauma no tiene por qué surgir de una experiencia catastrófica, la mayoría de las personas han sufrido algún trauma relacionado con una experiencia más cotidiana en la que el dolor emocional se ha vivenciado en soledad.

Por lo tanto, podríamos decir que gran parte de los humanos compartimos la experimentación del trauma en algún momento de nuestra vida.

Nos traumatizamos cuando nuestra capacidad de responder a una amenaza percibida, ya sea física o emocional,  queda restringida en algún sentido. En el caso de la infancia, donde los recursos y herramientas con las que contamos son limitadas podemos imaginarnos la cantidad de situaciones ante las que el niño sentirá que no tiene capacidad para responder a una amenaza. Vivir ese miedo y  dolor en soledad hará que el niño se desconecte de su “hogar interno seguro” y deje de tenerse a sí mismo , con las consecuencias que esto tiene para la vida y la sociedad en general.

El “hogar interno seguro” es ese lugar  que nos acoge cada vez que ponemos el foco de atención hacia adentro y nos sentimos en un espacio de confianza para poder descansar en él, poder observar cualquier desafío de la vida sabiendo que, aunque nos resulte difícil, lo vamos a poder resolver, poder conectar con nuestro poder personal y poder atendernos con respeto y amor.

Todos tenemos un “Hogar emocional” marcado por nuestras emociones habituales y si ese hogar emocional es desagradable, será muy difícil que nuestra vida sea agradable. La calidad de nuestra vida está directamente relacionada con la calidad de nuestras emociones y de ese "Hogar emocional" desde el que salimos al mundo a experimentarnos y al que regresamos cada día.

Actualmente, la mayoría de seres humanos nos encontramos sobreviviendo en una sociedad traumatizada y dolorida donde necesitamos encontrar alivio a corto plazo a través de cualquier comportamiento adictivo con consecuencias negativas para nosotros y, además, atrapados en la incapacidad de dejarlo. Me refiero a todo tipo de adicciones, algunas adaptadas a la moral social, como el exceso de trabajo y el consumo compulsivo, y otras valoradas como desadaptadas, como el consumo de drogas ilegales, consumo de alcohol, adicción al juego, consumo de pornografía, apego a relaciones tóxicas, etc.

Nadie decide conscientemente hacerse adicto a algo y tampoco es ningún fallo biológico o psicológico, sino más bien una necesidad humana natural de escapar del sufrimiento. Nos apegamos a la emoción interna que nos produce la presencia de algo o alguien de quien esperamos que acabe con nuestro dolor.

¿Quién quiere sufrir? ¡Nadie! Y la secuencia no es “están sufriendo a causa de su adicción”, sino “a causa del sufrimiento que les produce su herida están intentando escapar de ello”, aunque el camino elegido sea un callejón sin salida.

Para escapar de ese callejón sin salida habría que llegar hasta la herida que maneja a la persona, hasta aquel niño traumatizado que quedó atrapado en emociones dolorosas cristalizadas en el cuerpo durante mucho tiempo.

Cuando alguien funciona desde su herida es incapaz de estar en el presente tomando decisiones que le lleven a la acción saludable; los traumas pulsan internamente y desde el inconsciente tan fuerte, que nos llevan a responder desde el pasado en vez de responder desde la realidad actual que tenemos ante nosotros.

El trauma, con todo el mecanismo de evitación que desarrollamos a su alrededor, se convierte en una fuga energética que nos resta muchísima fuerza para estar en la vida.

Al sanar esa herida, esa misma energía bloqueada se libera y pasa a estar disponible para la persona capacitándola para estar en la vida y estar en el presente con todos los recursos sanadores que están a su alcance.

Acompañar a la persona para que pueda hacer espacio a todas esas emociones asociadas al trauma, a la herida, requiere de transitar un camino en el que poder primero observar el “personaje” interno que creó para proteger a su “yo auténtico”, ese yo original que quedó sepultado debajo del dolor. Se trata de un yo genuino al que la persona nunca pudo dar voz y, por lo tanto, el sendero de conexión con esa autenticidad esencial quedó olvidado detrás del muro de protección creado por la persona.

Se trata de un camino en el que el respeto por el ritmo adecuado para la persona que está sanando es esencial. No se puede forzar a la persona a abrir esos espacios dolorosos si no está preparada y no siente que el momento y el espacio son totalmente seguros. Para ello el vínculo de confianza y seguridad generado con el terapeuta es lo que va a permitir que se pueda caminar con solidez hacia la observación y el sostén de la herida.

Si comprendemos que nosotros somos la fuente de la que emana la interpretación de lo que nos genera dolor pasamos de ser las víctimas de la situación a tener todo el poder para transformarla.
Ya de adultos tenemos la capacidad de resignificar toda la información interna dolorosa a nivel celular, generando una transmutación que nos lleve a proyectar y manifestar en nuestra vida un espacio-tiempo mucho más armónico y saludable.

Y todo lo que consigamos transmutar en nosotros es lo que aportamos al destino colectivo al que pertenecemos como parte de la Humanidad que somos. Y no cabe duda, de que cuando atendamos nuestras heridas y renunciemos a nuestras adicciones también estaremos renunciando a destruir la Madre Tierra, que lleva años soportando nuestro maltrato debido a la necesidad humana de huir del dolor del trauma. Nosotros somos la Madre Tierra, no hay separación entre nosotros y ella. Al igual que no hay separación entre los diferentes seres que la habitamos.

Esto es lo que nos toca ahora a nivel colectivo: el propósito común de elevación del nivel de conciencia planetaria, traspasando las diferentes creencias e ideas ilusorias  que nos hagan percibirnos separados y desconectados de la red que conformamos entre todos.

Este es nuestro mayor reto, detrás del cual se encuentra nuestro mayor tesoro: Reencontrarnos con nuestro yo genuino y sacarlo de su encierro para que pueda volar en libertad.
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